PETER GOODFELLOW (A PRIVATE COSMOS)

-LAS PLANTAS-

La llegada a la ciudad de provincia fué tranquila y sin ajetreos. Las miradas de algunos habitantes de la pequeña población se fijaron en él. Un par de bolsas era todo su equipaje.

Hasta final de mes, tenía a su disposición la casa de unos amigos. Álvaro pensaba aislarse durante este tiempo y olvidar las tensiones de la ciudad. En lugar de proyectarse hacia el mundo, intentaría encauzarse hacia sí mismo, hacia su interior.

El automóvil penetró a través del pueblo y se paró ante una casa, con pequeño pero bien cuidado jardín.

Se instaló en la habitación que le pareció más acorde con su estado de ánimo, eligiendo como lugar de trabajo la sala. La sala decorada con muebles de madera y sillones de cuero, lo incitaban al trabajo, tranquilizaban su espíritu, la amplia galería con la luz que penetraba por sus numerosos cristales, le despejarían la mente durante el día. Al atardecer esta luz sería tamizada por las plantas que en ella había lo que incrementaría su imaginación. Como lugar de trabajo, la sala era perfecta.

Tras una ducha y cambiarse de ropa salió a inspeccionar el pueblo, un par de horas mas tarde estaba de regreso. Recogió una nota a él dirigida, se le encomendaba que regara las numerosas plantas de la galería.

Mañana lo haré, se dijo. Álvaro amaba la naturaleza, le atraía todo lo vivo. En su interior admiraba el poder de la naturaleza, admiraba su fuerza y su temple equilibrado. El mismo reconocía hacer un pequeño culto a la fuerza. No había animal al que despreciase, aunque sí había muchos que temiese. A los que más temía, eran los animales que con mayor respeto hablaba de ellos. Comentaba a menudo, es de naturalezas viles y cobardes hablar mal de quien se tiene miedo. Es de malos guerreros no admirar el poder del enemigo.

Sin embargo, para Álvaro las plantas no adquirían la grandeza de lo animal, le faltaba el mundo de las pasiones, de las emociones, eran incapaces según él, de sentir ternura, odio o afecto. Totalmente carentes de capacidades intelectivas, las plantas le parecían algo insulso, incluso mezquino.

Movido por estos pensamientos postergó regarlas, al día siguiente. Leyó durante un buen tiempo, en el tocadiscos fueron sonando Mozart, Chopin y Beethoven, excitado por las composiciones de estos músicos, compuso algunos sonetos ensalzando lo superior de los animales sobre lo vegetal. Proyectó en los sonetos su concepción de la naturaleza, descalificando al mundo vegetal sin reparo alguno, no le concedió ni una sola palabra amable.

Llegó hasta exclamar en voz alta ¡Sois estúpidas!, cogió el libro que había estado leyendo y se dirigió a la habitación.

Despertó Álvaro a media mañana, se vistió lentamente, -haciendo muchos movimientos innecesarios, repetidos y torpes, común a todo aquél que viaja poco, y siempre con el temor de que algo se le queda atrás.

Un buen paseo por el pueblo hizo que comiese con apetito en el mejor restaurante que le indicaron, y volvió a la casa. Leía acostado sobre el sofá de la sala, mientras en el tocadiscos, sonaban canciones de Leed, la digestión, la lectura y la música, abonaron el terreno para que el sueño avanzase sin obstáculos.

Despertó y para despejarse comenzó a regar las plantas, al tiempo pensaba: -vuestra presencia no tiene sentido en una casa, pero sea. ¡La casa no es mía!.

Habían transcurrido varios días, la calma, la tranquilidad del pueblo comenzaba a asfixiarle. quizás ello, había contribuido a que tomase fijación con las plantas.

Las observaba detenidamente, su pasividad lo exasperaban, lo incitaban a un sadismo destructor semiconsciente. Un deseo a duras penas reprimible le susurraba cortar con unas tijeras los tallos más esbeltos.

Comenzó a odiar las plantas, aquellas plantas, se habían interpuesto en su camino. Dos soluciones había: se iba de la casa, o las destruía. No había lugar ni opción a otra alternativa, tratar de ignorarlas era ya imposible, se habían convertido en una obsesión.

Decidió volver a la capital, Álvaro era animal de ciudad, el especimen típico del zoo humano, que gusta vivir de noche sintiéndose atraído por luces de neón, que gusta del ruido para sentirse acompañado, que necesita rodearse de gente para sentirse vivo.

El silencio y la soledad lo abrumaban, lo mejor era irse; mañana emprendería el regreso.

Entrada la noche estuvo realizando varios esquemas, sistematizando y ampliando por escrito varios pensamientos. Hizo café y se bebió un par de tazas, esto lo estimuló nuevamente. Se acostó en el sofá, abrió un libro y comenzó su lectura. Las horas pasaron sin sentirlas y el libro muy avanzado en su lectura quedó abierto sobre su pecho mientras dormía.

Durmió Álvaro profundamente pero intranquilo. Su cerebro era agitado por el abundante café que había consumido durante los últimos días, aunque su cuerpo lo asimilaba sufría en cierta medida los efectos. Recordó en su sueño imágenes de cuando era niño, de como jugando con su perro había destrozado el jardín de su casa, las flores fueron pisoteadas, las plantas arrolladas como si un viento huracanado hubiese dejado su huella. Vivió en sueños la severa paliza, tal vez excesiva que le propinó su madre, así como la solemne reprimenda de su padre. A Álvaro le quedarían grabadas las palabras de su padre, su mente quedó atormentada durante mucho tiempo.

Soñó situaciones de adolescente, de aquél plantón de casi dos horas de espera por una muchacha. De pié esperaba con un ramo de hermosos nardos. Con qué ilusión esperaba su llegada, la espera era larga, pero a él no le importaba esperar, tenía todo el tiempo del mundo. Era domingo con un sol resplandeciente, los nardos llamaban la atención de los transeúntes.

La muchacha llegó, su corazón latía con fuerza, una extraña sensación de frío se apoderó de su cuerpo. Ella tan sólo le dijo: Perdóname por hacerte esperar; además no deseo volver a verte.

Álvaro seguía durmiendo y soñando, las imágines transcurrían con increíble rapidez, las situaciones se confundían entremezclándose y transformándose en miles de composiciones diferentes.

Selvas exuberantes con vegetación infranqueable, las distintas gamas del verde le molestaba y excitaba, todo aquello era una muralla, se sentía aprisionado, tenía que salir, escapar, huir a cualquier precio. Todo aquello era monstruoso, las plantas se movían, cobraban vida, y formas vegetales que lo llenaban de espanto se le acercaban, extendían sus ramas hacia él, querían matarle, asesinarle, el terror era tal que sus músculos no le obedecían, no podía huir, los ojos estaban inyectados en sangre por la desesperación.

Despertó gritando, con el cuerpo bañado en sudor. Fue las plantas lo primero que sus ojos encontraron. Le pareció que habían cambiado de lugar, le pareció también que alguna se movía, se fijó con mayor atención, y comprobó aterrorizado que se movían, que se dirigían hacia él.

Se incorporó de un salto, tomó en sus manos el atizador de la chimenea arremetiendo contra las plantas, poseído de un frenesí violento que le agitaba todo el cuerpo destrozaba todo lo que estaba a su alcance. En pocos minutos no quedó con vida ni una sola planta ni un sólo tiesto que no fuese roto en múltiples pedazos. 

Álvaro empujado todavía por sus sueños, creyó que las plantas intentaban asesinarlo.

Las plantas, agradecidas a Álvaro por sus cuidados, habían extendido sus ramas en un vegetal intento de acariciarlo con sus hojas.

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