PETER GOODFELLOW (A PRIVATE COSMOS)

-APARICIÓN EN NEW-YORK-


Los Estados Unidos de Norte América, es un país que tiene de todo. Bueno, de casi todo. En el hay héroes de la más variopinta condición, mitos de las más diversas simbolizaciones.

Los Estados Unidos de Norte América, es un país joven no llega a los doscientos años de edad.

Son los Estados Unidos un país muy grande, su correspondencia con otros países es como si comparásemos a un elefante con los demás animales que habitan la tierra. Es cierto que el mayor de los animales es la ballena, pero este mamífero es caso aparte y no sirve de comparación con los Estados Unidos, porque la ballena es un mamífero totalmente inofensivo.

Los Estados Unidos a pesar de ser un país elefante, aun no tiene la longevidad de uno de ellos, por esa misma razón, por ser joven, le faltaba en su juvenil desarrollo todavía algo que consiguió el pasado miércoles día 21 de julio de 1988.

Los Estados Unidos de Norte América no tenían Santo ni Santa autóctonos.

Los ideólogos de la Casa Blanca, los científicos de las universidades y sociólogos de diarios, fracasaban una y otra vez en sus intentos de búsqueda y captura, vivo o muerto, de alguien a quien pudiesen llamar Santo e iniciar así un santoral que fuese orgullo yanqui.

Los banqueros sugirieron la compra; los políticos el alquiler; los militares la conquista de algún santo en algún país extranjero, la policía la apropiación, los científicos la fabricación sintética, los sociólogos, los periodistas y cineastas de fabricarlo individualmente.

Pero todos los intentos fracasaban una y otra vez como aquél creyente de vida poco virtuosa que imitando a Cristo quería cruzar andando sobre las aguas de la bahía de San Francisco, ni que decir tiene que siempre se hundía, y como no sabía nadar, sus familiares lo rescataban, con sus ropas empapadas y al borde de la asfixia. Sus intentos acabaron, cuando en uno de sus intentos no había ningún familiar con él, y se ahogó.

La audacia, el atrevimiento y la técnica Estadounidense, impotente nada sabía que hacer.

Crear a Miki-Mouse, al pato Donald, a Tarzán, Batman, Superman, fue cosa sin dificultad alguna, como sin dificultad alguna, se había tenido al crear a Jessi James, Billy the Kid, Búfalo Bill, Lincon, Rin Tin Tin, Rambo, Elvis Presley. Tampo ofrecieron dificultad crear mártires, como los de Chicago ahorcando a siete obreros y más tarde los declararón mártires, o como a los anarquistas Sacco y Vanzetti, los pusieron en la silla eléctrica, unos años más tarde se reconoce que todo ha sido un error, y ya tienen dos mártires más. Pero fabricar un Santo, eso es otra cosa.

Ya desistían todos, y hasta el mismo pueblo perdía toda esperanza de tener santo patrón autóctono, cuando el hecho sucedido el miércoles 21 de julio, trajo la bendición y la alegría a Estados Unidos de Norteamerica, embargado a todo el país de plena felicidad.

Esa mañana, los habitantes de New-York se levantaron como todos los días, muy de mañana, dispuestos a ir a la bolsa unos, otros a la oficina, otros a sus tiendas y hamburgueserías en las que trabajaban de dependientes, y los más a ir a la calle a no hacer nada.

Porque New-York es la ciudad de la libertad y en ella puede no hacerse nada.

El día era claro, resplandeciente, un sol redondo como una naranja y de color también naranja, lucía en lo alto dirigiendo sus rayos como la luz de los focos del Madison Square Garden son dirigidos hacia los artistas.

Sólo un hecho semejante había ocurrido mil años antes en Occidente, en España, cuando en Santiago de Compostela un objeto muy brillante no identificado y que la ignorancia de la época y sus desconocimientos de ciencia aérea, identificaron con una estrella, se paraba en un monte en el que se encontró el sepulcro de Santiago Apóstol, discípulo de Jesús el Nazareno.

La voz corrió mucho más rápido que la pólvora, a través de las ondas radiofónicas se transmitió por los aires, y los numerosos canales de televisión transmitieron la noticia con imágenes a la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo. La noticia penetró en todos los hogares, donde había radio y televisión, es decir en todos, absolutamente en todos, porque un hogar que no tenga radio ni televisión, eso no es un hogar, es cualquier otra cosa menos un hogar.

Las gentes abandonaron sus trabajos y sus domicilios dirigiéndose al lugar indicado, por las prisas no se respetaban indicaciones de circulación, produciéndose accidentes, atropellos, atascos y embotellamientos.

En una palabra, el caos, el histerismo, la catarsis colectivas. El suceso fue un millón de veces más agitado que el crak del año 29.

¿Qué sucedía? Que ante el rascacielos Empire State Bulding de New-York, se hallaba una mujer de bondadoso rostro americano, en éxtasis. Se encontraba de rodillas, inmóvil durante horas, tan sólo asentía de vez en cuando con la cabeza, como si escuchase el mensaje alguien invisible, movía también los párpados con un deje cinematográfico que recordaba a Mary-Piford, aunque hubo algún mal intencionado, que achacó este parpadeo no al éxtasis, sino a los flash de las cámaras de los fotogramas de prensa, que a pesar de ser un día luminoso los utilizaban, porque según ellos, su imagen se produciría con una aureola lumínica.

La mujer permaneció así hasta pasada la media tarde. El sol seguía redondo como una naranja y su color naranja no había disminuido de intensidad. Todo aquello era más que inexplicable, aquello era más que maravilloso, más que estupendo, más que único, más que irrepetible, más que apoteósico, más que impresionante, aquello era, era… aquello era una aparición, un milagro.

Tan pronto se nombró la palabra milagro, los habitantes de New-York, se postraron de rodillas entonando el tedem y el mea culpa, cayendo en un paroxismo colectivo, paroxismo que se extendió por todo el país, incluso en el congreso realizaron ese día, la sesión de rodillas.

Pasada la media tarde, el sol desapareció de golpe y en su lugar surgió la luna, una luna normal y corriente, una luna cotidiana y habitual, como la que conocía todo norte América, sobre todo después de haber estado en ella Amstrong y su nave espacial el Apolo XI.

Con la luna surgieron también las luces de la ciudad con toda su ámplia gama de colores. La estatua de la libertad no quiso ser menos y encendió su lítica llama con un fuego que no quemaba alumbrando no sabiendo qué ni a quién con una luz indefinida.

La mujer en ese momento y como volviendo en sí, se puso de pié, pasó su mirada inocente y un tanto extraviada sobre los 290 millones de Estadounidenses y dijo: “Se me ha aparecido la Virgen, me ha confiado un mensaje que debo comunicar, la Virgen me ha dicho que la totalidad del mensaje no podrá conocerse hasta pasados 50 años, no obstante se me permite deciros, que la Virgen está contenta y satisfecha de vosotros, que vais por el buen camino, que debéis ver el futuro con esperanza, que sois la primera nación de la tierra, que no escatiméis esfuerzo alguno en seguir siéndolo, porque de no ser así, seríais la segunda, la tercera o la cuarta.

Yo debo por mi parte, ingresar hoy mismo en un convento, adoptar el nombre de Lucía y prepararme para mi muerte que muy pronto sucederá.

Las palabras de la mujer se transmitieron instantáneamente por radio y televisión hasta los más recónditos y alejados lugares del país.

La mujer ingresó en un convento, adoptó el alias religioso de Lucía, redactó su mensaje con la condición de que no fuese abierto hasta pasados 50 años y se puso a esperar la muerte. Lucía gozaba de buena salud, dormía bien, comía bien, y no padecía enfermedad alguna. Transcurrió un mes, dos meses, tres meses, medio año y Lucía no era visitada por la muerte. Ella misma comenzó a impacientarse, hasta que un día poco después de haber desayunado se la encontró en el jardín exánime. Su cuerpo fue declarado sagrado, no realizándose por tal motivo autopsia alguna, por considerarla ofensiva en un cuerpo sagrado.

Ese mismo día Lucía fue declarada Santa unánimemente por el congreso, y por todos los habitantes de la nación, sin excepción de sexo, edad, color, raza o condición social.

Ese mismo día Estados Unidos de Norte América tenía lo que tanto anhelaba, una Santa.

Santa Lucía de New-York, permanecida en éxtasis el 21 de julio de 1998 ante el rascacielos Empire State Bulding.